sábado, 6 de octubre de 2007

El caso Valdez

“No te vayas a pelear eh”, le advirtió Daniel Masera a Valdez. García lo había citado a la escribanía a las ocho y cuarto de la noche. El divorcio estaba en trámite. Todavía faltaban unos pasos para que se concrete la separación. El abogado nunca pensó que en la reunión no se incluiría nada de la burocracia que sucede a un matrimonio fallido, nunca imaginó que le arrebatarían su vida esa noche y, sobre todo, nunca habría sido capaz de anticipar la saña con que lo hicieron. “Quedate tranquilo”, le contestó a su amigo.
Guillermo Valdez no confiaba en ella. “Vos no sabés de lo que es capaz Adriana”, le dijo a un amigo, y así fue, capaz de todo. El era abogado, muy conocido en Posadas, trabajaba para el Banco Francés.
Adriana García es escribana y su estudio se encuentra en La Rioja al 1942. Estudio que heredó de su padre, que fue escribano General de Gobierno en Misiones por varias décadas. Tiene 48 años y no es sincera. Insistió en que ella deseaba mejorar la relación con su esposo y unir nuevamente a la familia, sin embargo son muy pocas las ganas con que se la ve en muchas de las fotos con Bertoldo Neumann en Brasil. El Polaco es dueño de un hotel y se paseaba en su Chrysler Stratus junto a su pareja, la escribana García. El tipo creyó que la impunidad lo protegía, no disimuló: un teléfono celular Motorola que era de Valdez, tres billetes de 100 pesos y un guante de látex estaban dentro de una bolsa y fueron hallados en el telecentro del alojamiento Neumann. También se encontró a la derecha de la palanca de cambios la pistola semi automática calibre 11.25, un cuchillo en la casetera y, debajo del torpedo del coche, el silenciador del arma.
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No se le veían los ojos. Lentes tan oscuros tenía que el rayo del sol que se colaba por la única ventana no era suficiente para ver si ella lloraba o no, si la muerte le dolió o no. El no se acercó durante todo el velorio. No paró de llorar desde que llegó. Adriana tomó la decisión y se le puso cerca, no mucho, tenía miedo. No tuvo el valor para saludarlo, era uno más de los tantos que desconfiaban de ella. “Me quieren incriminar”, susurró mirando el parqué. Daniel Masera, amigo del matrimonio desde hacía años, giró su cabeza, se quitó lo anteojos de sol y no tuvo piedad: “De qué hablamos, si en el baúl de tu auto habían fotos tuyas con el supuesto asesino”.
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La siesta tiene algo de sagrado e inviolable en esta ciudad, poca es la gente que se atreve a contradecir la costumbre. Alejandra Palomero volvía de su trabajo todos los días por la calle Roque Sáenz Peña, a esa hora, la de la siesta. Vivía a tres cuadras del hotel Neumann. Cuando su esposo le dijo que no era la primera vez que veía el auto de la escribana estacionado en el hotel del Polaco ella no le creyó. Al día siguiente, allí estaba, no le quedaron dudas. Habían sido muy amigas. Adriana era otra, más de uno la vio desbordada en Mentecato o Metrópoli bailable. Alejandra se preocupó y buscó a Valdez. No le parecía correcto que una mujer de 45 esté con un chico de 20, que además era “gente peligrosa”. El abogado no se inmutó: “Yo no puedo hacer nada, con Adriana está cortado el diálogo”.
“Esa hija de puta lo mató”, pensó Alejandra, cuando se enteró del asesinato, a la hora de la siesta.
~ Teresa Catalina Luisa Ceccantini es tarotista y saca chapa de que lee la borra de café turco con una exactitud que al propio futuro condiciona. Es petisa, redonda, con un teñido rubio que enceguece. No supo nada de lo que había pasado hasta que tuvo que suspender una sesión porque el teléfono le sonaba sin detenerse y ya no podía concentrarse con su cliente con la sirena de fondo. “Si me quieren culpar me voy a suicidar tirándome de un puente”, fue lo primero que escuchó. La voz era de una de sus seguidoras más fieles. Era el 20 de junio de 2003 y Adriana García estaba sofocada. Teresa no había encontrado dificultad en el café de Adriana. Los pedidos no eran nada difíciles. Estaba preocupada porque el hijo mayor se quería ir a estudiar a Buenos Aires, porque en la escribanía había mucho trabajo acumulado, porque quería volver a unir a la familia, pero no todos eran sueños de madre y esposa, también le interesaba qué iba a pasar con un paraguayo que le gustaba y “que le manejaba el auto”.
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Quiso intervenir en la discusión y la echaron. Tanto el Polaco como Valdez estaban muy nerviosos y en lo único que coincidieron es en que Adriana se vaya de la escribanía. Ella se reunió con su ex esposo para arreglar temas económicos que implicaban la separación. Pasó un rato hasta que llegó el Polaco. Venía desde el fondo junto con Jorge “Mosquito” Ramírez, un empleado suyo. Entró por una puerta lateral de la escribanía, Adriana pulsó el control remoto. Ella fue víctima de la discusión. La echaron de su propio estudio. Hizo caso y se fue para su casa. Al llegar dio cuenta que se había olvidado un libro sobre Misiones en lo de su madre que lo utilizaría para ayudar a su hijo a terminar un trabajo para la escuela. Luego de charlar media hora por teléfono fue para lo de mamá y volvió una hora antes de la medianoche. Por suerte terminó el trabajo. Más tarde, el cansancio la venció, y con la televisión encendida se quedó dormida.
¿Y no se preguntó lo que había pasado o lo que podía pasar en la escribanía, con dos personas que no eran de la escribanía?, preguntó el tribunal. “No, sí que me interesó pero no pude comunicarme más con ninguno de los dos, ni con Neumann ni con mi marido”. La coartada de Adriana no fue creíble.
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20 de junio: fin de semana largo y además era viernes. Las dos y media de la mañana y la noche de Posadas ya se identificaba con los grupos de jóvenes en las calles y los autos que desfilaban sin pausa por los frentes de los boliches. Pero algo les llamó la atención a Oscar Ayala y Pedro Fernández. Los policías se apostaron en la estación de servicios de Córdoba y Colón, la verdad es que hacía frío y dentro del móvil la cosa iba mucho mejor. La noche estaba tranquila hasta que aparecieron. La música hacía temblar al lujoso coche con patente paraguaya. Con cierta prepotencia los dos ocupantes vieron el patrullero, pero no les importó: el volumen seguía al máximo. Ayala y Fernández se desperezaron y fueron a ver quiénes irrumpieron la paz nocturna. Les pidieron que se identifiquen. “Bertoldo Neumann”, se apresuró el conductor. “Jorge Ramírez”, lo secundó el acompañante. ¿Qué pasa muchachos que tienen las zapatillas embarradas?, preguntó uno de los oficiales. Apoyado en el Chrysler Stratus, el Mosquito Ramírez no dijo una palabra. “Fuimos a una chacra que tiene mi mamá en Paraguay”, trató de convencer el Polaco.
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“A simple vista no se puede encontrar nada. Pero es impresionante la cantidad de sangre que hay en el lugar.”. Los peritos tuvieron que recurrir a un reactivo para detectar la sangre que se diseminaba por la escribanía. En la sala de reuniones, en la paredes del baño, en el piso, los grifos, la ducha, en los desagües. Todo tenía sangre y signos de que el cuerpo fue arrastrado.
Las empleadas de la escribana llegaron a su trabajo y notaron todo normal. No había manchas, no estaba desacomodado. Ellas saben quién sale y quién entra al estudio. La noche del 19 de junio se fueron a sus casas cerca de las ocho de la noche. El sensor que tiene la puerta lateral no sonó. Nadie salió. Cuando se fueron, la escribana y dos amigos seguían dentro del estudio.
Al abogado lo mataron ese día entre las ocho y media y nueve y media de la noche. ¿Un seguro de vida? ¿Una cuenta en el exterior? El tribunal no dilucidó el móvil del asesinato.
Adriana García, Bertoldo Neumann y Jorge Ramírez fueron sentenciados por el Tribunal Penal Uno a prisión perpetua.
A Guillermo Valdez lo encontraron el día 20 de junio cerca de las ocho de la mañana. Su cadáver estaba al costado de la avenida Cabo de Hornos al 3500. Había mucho barro.
Le acertaron cinco balazos con un arma calibre 1125. Uno en la sien derecha. Antes, cinco, también, fueron las puñaladas que le dieron y trece los cortes en el cuello con que lo torturaron. No se supo por qué, si para desfigurarlo y no lo reconozcan o porque sí, le cortaron el rostro, dejándolo sin piel, sin nariz y sin orejas.“Me da la impresión de que queda el crimen impune, porque no se sabe quién lo apuñaló, quién lo baleó ni quién lo escalpeló”, insistió Adriana García.
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